miércoles, 28 de febrero de 2018

Capítulo 4...Iris, el beso de una puta


Capítulo 4
Iris, el beso de una puta











Es demasiado temprano para una puta y el teléfono me da señal de apagado. No sabía cómo se lo iba a explicar después a Elena, pero esta noche debería quedarme en Granada si es que no daba antes con la susodicha chica de la vida. Sigo insistiendo a cada rato, mientras el inspector se marchó a su oficina para organizar la posible he inmediata detención de Ordoño, al cual situaban según la última vez que usó su tarjeta en Langreo. Al parecer ha vuelto a su pueblo natal que con sus poco más de 45.000 habitantes no era un sitio fácil donde esconderse. Había una orden de detención contra Ordoño, y todos los accesos a Langreo y alrededores están controlados por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, con controles de carretera en cada entrada y salida de la pequeña ciudad, además de en todos los transportes públicos.

Pronto se hizo la noche en Granada, pero la completamente redonda Luna y llena de luz, permite ver incluso en los callejones sin farolas. Y por estos callejones del viejo Albaicín pasé el día mostrando la foto y preguntando por Ordoño a comerciantes y vecinos de la zona, sin obtener nada en positivo, conforme de vez en cuando llamo al teléfono de la tal Lucía que siempre da señal de apagado. Algo que ya comenzaba a escamarme. Solo cuando entro por la puerta de mi habitación en el Hotel Victoria, donde he pensado pasar la noche, el teléfono al fin comenzó a dar tonos. Ella respondió al cuarto tono.

-   ¿Sí?
-   ¿Lucia?
-   Puedes llamarme como quieras cariño, pero yo no soy
Lucia.
-   Y si no eres Lucia ¿Quién eres?
-   Me llamo Iris.
-   ¿Y me podías poner con Lucia?
-   No conozco a ninguna Lucia.
-   ¿Seguro que no es una compañera tuya?
-   Yo no tengo compañeras, pero por estrambótico que
sea lo que le pidieras a esa tal Lucia, yo también lo hago y seguro que mucho mejor. No te arrepentirás cariño.
Por unos momentos, la confusión se apodera de mí, ya que sin duda ese era el teléfono al que llamaba Ordoño cada sábado por la noche, pero en cambio no me respondió la tal Lucia, si no una tal Iris. Quizás el hippy estuviera confundido, o como pensé a continuación cuando Iris me dijo lo de “por estrambótico que sea”, y eso fue lo que me hizo pensar que era posible que el nombre de Lucia fuera solo una fantasía para Ordoño, quizás alguien que significó algo para él alguna vez en su vida.

-   Está bien Iris, ¿podemos vernos ahora?
-   ¿A dónde tengo que ir?
-   Al Hotel Victoria, habitación 316.
-   Está bien cariño, te informo que se paga por
adelantado, y tú pagas el taxi.
-   Sí, está bien, no hay problema. ¿Me podías decir la
tarifa?
-   Claro, ¿cómo no?. Mira cielo, son 150 euros la
hora, y si pides algo especial aumento el precio depende de lo que sea.
-   Ajá, está bien, te espero. ¿Cuánto tardaras?
-   Media hora, en media hora estoy allí.

He preferido ser prudente y no hablar nada referente a Ordoño hasta tenerla cara a cara. Durante la media hora que en la que espero la llegada de Iris, decido llamar a Elena, ya que en breve, otro día cualquiera ya estaría entrando por la puerta y saludando a Lucas. A estas horas Elena ya estara terminando de preparar la cena, a si es que debía de haberla llamado antes, pero no encontré el momento oportuno en todo el día y estaba esperando a llegar al Hotel para llamarla más relajadamente. Elena coge el teléfono en seguida, después de comprobar quien la llama.

-   Dime.
-   Hola Elena, ¿qué? ¿cómo estás?
-   Yo bien, ¿cómo voy a estar?, ¿por qué?, ¿qué te
pasa?
-   No, nada, solo es que……, verás, que esta noche no
voy a poder ir a casa, tengo que quedarme aquí, se me ha complicado un asunto.
-   ¿Que se te ha complicado un asunto? ¿Qué asunto?
-   Del trabajo, ya te explicaré, ahora no puedo
hablar.
-   Está bien, no te preocupes, ya me explicaras. Chao.
-   Chao guapa, un beso.

Aunque ella intentara no reflejarlo, he notado cierto tono de irritabilidad en Elena, y sí que podía hablar ahora con ella, pero es que no sabía lo que iba a decirle, y Elena pudo notar enseguida que le estaba ocultando algo.
Miro al techo desde la cama, y mi cabeza no para de pensar. ¿Quién sería Lucía? ¿Qué significaría para Ordoño? ¿Tendría algo que ver con la chica del camión? ¿Qué fantasías caben en la cabeza de un depredador que devora a sus víctimas? ¿Sería Ordoño ese depredador? Si era así, ¿por qué no encontré restos cocinados de la chica en su nevera? Y si él no era, ¿por qué había huido repentinamente justo cuando encontraron el cuerpo de la chica? ¿Estaría tapando a alguien? Sea como fuese, Ordoño parecía ser la clave para resolver el enigma. ¿Tendría Iris conocimiento de algo? ¿Se habría abierto a ella?
Aún faltan unos minutos para que llegue Iris, si es que era puntual, a si es que mientras tanto decido llamar al inspector Mejía para ver cómo iba el cerco que habían hecho a Ordoño en Langreo, donde se había trasladado el inspector para dirigir la búsqueda de primera mano.

-   Ni rastro de él. – Me contestó el inspector cuando
le pregunté.
-   ¿Habéis estado en el antiguo matadero donde vivía?
-   Hemos estado, y también en todos los hoteles,
hostales y pensiones inmundas de la ciudad, y ni rastro de él. Es como si se lo hubiera tragado la tierra. Pero de aquí no puede salir sin que lo detectemos, aunque me temo que hasta que no vuelva a usar su tarjeta no vamos a dar con él.
-   No desesperes. Caerá. Solo es cuestión de tiempo. –
Unos golpes secos redoblan sobre la puerta de la habitación. – Ahora tengo que dejarte.

Cuando abro la puerta me encuentro con una chica de unos veintitantos años, muy discreta aunque provocativa en su forma de vestir, con un traje blanco tipo ejecutiva, compuesto por falda estrecha a la altura de las rodillas con raja en medio y una elegante chaqueta con los primeros botones abiertos, zapatos de tacón y un pequeño bolso colgando de su hombro derecho. Su pelo era largo y negro, sus facciones rellenas y su piel blanquecina. Su mirada y el hecho de sorber discretamente su nariz me eran muy familiares, además de tener las aletas de la nariz rojas e hinchadas. No se puede decir que viniera muy puesta, pero venía claramente encocada. La invito a pasar.

-   Iris ¿no? – Digo lacónico.
-   Si, ¿con quién tengo el gusto de estar aquí?
-   Yo soy Carcosa, Dani Carcosa.
-   Bueno Dani, ¿qué va a ser, efectivo o con tarjeta?
-Iris acostumbra a ir directa al grano, su tiempo
es oro.
-   Efectivo, efectivo. – Saco el dinero de mi cartera
que guardo en el bolsillo trasero de mi pantalón. – Toma, 150 por la primera hora.
Iris comienza a desvestirse, después de guardar el dinero en su bolso.
-   No, no será necesario. – Le informo.
-   ¿No? ¿Qué es lo que quieres?
-   Solo quiero que hablemos.
-   Pues tú dirás cielo, también soy una gran
conversadora. ¿De qué quieres que hablemos?
-   De Ordoño.
-   ¿De Ordoño? ¿Quién es Ordoño?
-   Un cliente tuyo, te llamaba todos los sábados por
la noche y se refería a ti como Lucia.
-   Ah sí, Ordoño. Pues lo siento, pero no acostumbro a
hablar de clientes con otros clientes.
-   ¿Y si lo consideramos como algo especial? – Saco
otros cincuenta euros de la cartera.
-   Bueno, en ese caso, no sé, ¿qué es lo quieres
saber? – Cogió el dinero. – ¿qué eres?, ¿policía?
-   No exactamente, soy detective privado. Y quiero
saber todo. Por ejemplo, comencemos por cómo te llamaba, ¿por qué te llamaba Lucia?
-   ¿Y tú cómo sabes eso?
-   Supongo que porque no erais muy discretos. No has
contestado a mi pregunta.
-   La verdad es que nunca me dijo por qué, simplemente
me llamaba así y ya está. A mí me da igual cómo me llamen mis clientes, hay cosas mucho peores a que te llamen Lucia. Aunque yo creo, pero es solamente una suposición, que podría ser una maestra suya de cuando era crio.
-   ¿Y por qué crees eso?
-   Porque le gustaba que me vistiera de maestra. Al
principio yo no sabía muy bien cómo se viste una maestra, no sé, imagino que como todo el mundo, pensé, así es que me vestía así, prácticamente como voy ahora, pero con una regla de madera en la mano con la que le azotaba el culo.
-   Ajá, ¿y qué tiempo llevaba llamándote cada sábado?
-   Pues como un par de años.
-   ¿Sin fallar?
-   Si, sin fallar, aunque ahora lleva como dos fines
de semana que no me llama, y yo no es que me preocupe mucho por mis clientes, son solo eso, clientes. Unos vienen y otros se van. Pero me resulta cuanto menos extraño que no me llame, la verdad es que ya me había acostumbrado a ir cada sábado a su horrible casa. No es mi perfil de cliente, pero bueno, mientras pague.
-   ¿No notaste algo raro en el últimamente,
antes de que dejara de llamarte?
-   Pues sí, algo le preocupaba, porque no quería lo de  
siempre. Solo quería que lo abrazara y que lo besara como si fuera un niño chico.
-   ¿Crees que era un tipo raro?
-   No más raro que otros, he conocido tipos
auténticamente raros.
-   ¿Y no sabes qué es lo que le preocupaba
últimamente?
-   Pues no sé, bueno sí, creo que tenía miedo.
-   ¿Miedo? ¿No sería remordimiento?
-   Pues no sé, creo que no, ¿es que ha hecho algo?
-   Solo presuntamente. ¿Y de qué crees que podía tener
miedo?
-   Necesito una raya, ¿le importa? – Comenta algo
tensa.
-   No, claro, adelante.

Debo ser firme en la decisión que tomé, además, es probable que ni me invite. Pero en el caso de que lo haga debo decir que no, aunque por otra parte compartir unas rayas podría crear cierta complicidad entre ambos y hacer que Iris se sintiera más relajada y cooperara con más facilidad, aunque también puede ser la excusa que me he buscado rápidamente para poder decir que sí, sin remordimientos de conciencia. El caso es que yo la observo con cierta ansiedad mientras Iris separaba el polvo blanco sobre el escritorio que hay pegado a la pared, haciendo dos líneas perfectas con la ayuda del D.N.I. Solo entonces, cuando ya tenía listo también el rulo que preparó con uno de los billetes que yo le había dado, ella dijo:

-   ¿Quieres? – Ofreciéndome el rulo.
-   Claro, ¿cómo no?
Rompí mi promesa, la que me hice a mí mismo, en el momento en que me incliné para esnifar una de las dos rayas. Después lo hizo ella, pasando a continuación su índice sobre los restos que habían quedado sobre el escritorio, lamiéndose el mismo.
-   ¿De qué crees que podía tener miedo entonces? –
Contino preguntando, conforme sorbo mi nariz.
-   Yo más bien diría de quién.
-   Bueno, pues de quién.
-   No sé. Últimamente cuando llegaba a su
casa y me abría la puerta, tiraba rápidamente de mí hacia dentro y cerraba aún más rápido, echando los pestillos. Es como si tuviera miedo de que alguien me hubiera seguido y pudiera dar con él. La verdad es que llegó a contagiarme parte de ese miedo, llegué a pensar que en cualquier momento podía llegar alguien y hacernos yo que sé qué. Estaba deseando que pasara la hora para irme de allí.
-   ¿Y nunca te dijo de quién tenía miedo o por qué?
-   No, lo que si me dijo es que había hecho algo
horrible, aunque yo no le di mucha importancia, hasta ahora, claro.
-   ¿Y cómo es que no le diste importancia? Si ya
habías notado que tenía miedo de alguien.
-   Porque lo decía entre lenguas y entre sollozos
mientras yo lo abrazaba y le besaba el pelo. Pensé que era parte del juego de que él era un niño y yo su maestra.
-   ¿Y nunca dijo lo que había hecho aunque fuera entre
lenguas?
-   No, solo decía, he hecho algo horrible, he hecho
algo horrible, y me pedía que le abrazara. Yo jamás pensé que de verdad podía haber hecho algo. Más bien pensaba que era por algo que hubiera pasado en su infancia, ya sabe, por su juego de ser un niño y yo su maestra.

Antes de que pasara la hora, ya había sacado algo en claro. Ordoño había hecho algo horrible y tenía miedo de alguien, pero ¿de quién tenía miedo Ordoño? ¿por qué? ¿acaso temía por su integridad física? ¿habría huido por ese miedo? ¿o sería más bien por el miedo a responder ante la justicia? En cualquier caso había huido, y eso sumado a que por lo visto había hecho algo horrible lo convertían en el principal sospechoso. Pero en el caso de que eso tan horrible fuera que hubiera matado a la chica, ¿se la habría comido también él? ¿O el hecho de haberla matado era más bien un trabajo para alguien? En ese caso, ¿para quién?, y ¿qué habría ganado Ordoño con esa muerte? ¿Quizá los treinta mil euros que encontré en su casa bajo una baldosa? Ha llegado la hora de hablar con el Señor Valverde, propietario y presidente de TRANSVALSA. Ya era tarde, así es que después de despedirme de Iris, intentare descansar, y dejare la conversación con el Señor Valverde para por la mañana. 

domingo, 25 de febrero de 2018

Presentación de "Búscame y me encontrarás"

Aquí les presento los tres primeros capítulos de mi  primera novela¨Búscame y me encontrarás¨, del género novela negra, que encontraran integra en Amazon a partir del 12 de abril, donde podrán descargarla de forma gratuita durante tres días.

Cada jueves publicaré algún relato corto o micro relato, además de hablarles de la novela en la que estoy trabajando actualmente, y ofrecerles más capítulos de ¨Búscame y me encontrarás".

Sigan en mi blog y compartan los contenidos.

jueves, 22 de febrero de 2018

Sinopsis de "Búscame y me encontrarás"


   


SINOPSIS

¨Búscame y me encontrarás”

El detective  Carcosa recibe el encargo de la Señora Gertrudis, una adinerada mujer de la capital Granadina, que desea saber si su esposo, un ambicioso y reputado empresario puede tener alguna relación con el horrible crimen que hace estremecer la ciudad.
Carcosa, con su amplia experiencia en homicidios,  su arrojo y su capacidad analítica y deductiva tendrá que infiltrarse en los entresijos de un grupo de  hombres de poder que al amparo de la impunidad que les da su estatus y su anonimato, parecen estar vinculados con una serie de crímenes en la  ciudad, y no desistirá, atando un cabo tras otro hasta llevar a buen puerto la resolución del caso, poniendo en jaque a un puñado de hombres de poder pertenecientes a una secta que practica el canibalismo gourmet. 




Índice:
     I La licencia……………………………………………………………………….... 5
    II La chica del camión frigorífico…………………... 13
   III El matarife………………………………………………………………………... 26
    IV Iris, el beso de una puta…………………………………... 44
     V Transvalsa…………………………………………………………………………... 53
    VI El cerco………………………………………………………………………………... 64
   VII La agencia…………………………………………………………………………... 68
  VIII Los diez comensales…………………………………………………... 77
    IX Cosas que contarse……………………………………………………... 82
     X La clínica…………………………………………………………………………... 90
    XI Camino de ida y vuelta…………………………………………... 98
   XII Entrando a hurtadillas………………………………………….. 106
  XIII Reunión en el Café la Cala……………………………….. 112
   XIV Las chicas de Eduvigis………………………………………….. 115
    XV Cuestión de cuentas………………………………………………….. 124
   XVI La advertencia……………………………………………………………….. 136
  XVII La curiosidad mató al gato……………………………….. 147
 XVIII La corbata colombiana…………………………………………….. 151
   IXX Las cosas de Pau………………………………………………………….. 156
    XX Mi soledad………………………………………………………………………….. 158
   XXI La fianza…………………………………………………………………………….. 168
  XXII Las entrañas de la red………………………………………….. 174
 XXIII El pantano del Negratín……………………………………….. 180
  XXIV Lubina salvaje……………………………………………………………….. 190
   XXV La Casa del Colono…………………………………………………….. 199
  XXVI La peor pesadilla……………………………………………………….. 203
  XXVII Di mi nombre y desapareceré……………………………… 206
 XXVIII Otura y el pecado de la gula…………………………… 215
   IXXX El Suspiro del Moro…………………………………………………… 222
    XXX Tras los pasos del reloj……………………………………… 226
   XXXI Las vueltas del reloj……………………………………………… 234
  XXXII Amor patrio………………………………………………………………………… 238
 XXXIII El mito de Kronos………………………………………………………… 244
  XXXIV La quinta puerta…………………………………………………………… 248
   XXXV El camino del búho……………………………………………………… 252
  XXXVI La Logia………………………………………………………………………………… 260
 XXXVII Una visita inesperada……………………………………………… 264
XXXVIII El informe…………………………………………………………………………… 269
 XXXIX El vértice de la pirámide……………………………………… 274

    XL La Finca de la Minilla……………………………………………… 279

Búscame y me encontrarás

ROBERTO ROSILLO ESPINOSA




“Búscame  y  me  encontrarás”
















                                  Roberto Rosillo Espinosa
                                  


El que lucha con monstruos debe cuidar que en el proceso no se convierta en uno de ellos, cuando miras dentro del abismo, el abismo también mira dentro de ti.
             (F. Nietsche)
 








PRIMERA PARTE
El monstruo de Langreo
Con la capucha de su sudadera deportiva gris cubriéndole la cabeza y una palanca en las manos, el chico, de unos veinte años, intenta abrir las puertas traseras del camión frigorífico, amparándose en la fría y lluviosa noche de invierno. Con una de las puertas ya abierta, lanza la palanca hacia adentro, y apoyando sus manos en el filo de la entrada al frigorífico, se impulsa, y de un salto pasa al oscuro interior. Tras encender la pequeña linterna que sacó de uno de los bolsillos de su pantalón militar, puede ver que el cargamento son piezas de vacuno colgadas y abiertas en canal. Camina sobre la nieve del frigorífico y alumbra las reses de una en una, buscando la que sea lo suficientemente pequeña como para transportarla a hombros hasta su vehículo. Cuando llega al fondo, mira hacia atrás: su mayor preocupación es que se cierren las puertas. Entonces, tropieza con algo que hay en el suelo. Se acuclilla y comprueba que se trata de una caja de madera, cerrada con clavos, de apenas 40 x 40 cm. Vuelve a por su palanca y, con esfuerzo, consigue abrir la caja. Alumbra su interior y lo que ve  lo hace retroceder rápidamente. Coge la primera pieza de vacuno que puede, sale del camión. Una vez fuera del frigorífico camina por el parquin de camiones con la pieza a sus espaldas, cuando, a apenas unos metros, los giratorios azules de un coche patrulla y los agentes, mediante un megáfono, le ordenan que pare. Este, deja caer la pieza al suelo.



Capítulo 1
La licencia
El crepitar  de la leña en la chimenea, junto al sonido del nacimiento de agua de la sierra que tenían frente a casa, producía en Elena un efecto relajante similar al mejor de los spa que podía encontrar en la ciudad. A ello se sumaban las inmejorables vistas que tenía el salón. Sentada en su butaca, con el viejo yorkshire  a sus pies, regalo de su antiguo marido, balanceándose muy despacio, veía la nieve caer en la montaña y acumularse en el poyete de la ventana. Estaba leyendo a la luz de una lámpara de píe situada entre la butaca y la chimenea. De vez en cuando, alzaba la vista para ver cómo caían los pequeños copos de nieve.
Elena rozaba los cuarenta. Tenía el pelo largo, negro y ondulado, profundos y grandes ojos castaños, además de unos kilitos que siempre luchaba por quitar con endiabladas dietas y largas caminatas por las mañanas que ha sustituido por las horas de gimnasio de cuando vivíamos en la capital, antes de que me instaran a dimitir. Era mi pareja sentimental desde que su marido perdiera la vida en un accidente de tránsito, hacía más de diez años. Desde que solicitaron mi dimisión, ofreciéndome una salida digna en lugar de suspenderme de empleo y sueldo como detective jefe de criminalística, por mi adicción al alcohol y la cocaína, de ser el detective Dani Carcosa a un pueblerino más de Capileira, mi pueblo natal, en plena Alpujarra Granadina, viviendo humildemente con la magra pensión de viudedad de Elena. Con su ayuda y el aire limpio de la sierra, intento superar mis adicciones.
Aun habiendo nacido en Capileira, soy de padre granadino y madre caboverdiana, quienes se conocieron cuando mi padre tripulaba en el Juan Sebastián El cano. Mi piel es más negra que mis genes.
Es una tarde de sábado de finales de noviembre y, como cada sábado, he ido por leña a una casa vecina donde me la venden por kilos. Elena se ha quedado en casa leyendo uno de sus libros mientras espera mi regreso.
Los peores tiempos de mi adicción y desintoxicación han pasado, y ahora me encuentro en una época bastante estable, después de haber pasado un auténtico infierno por el síndrome de abstinencia, tanto Elena como yo. Sin su inestimable ayuda me habría sido, sin duda, mucho más difícil, si no imposible. Ya llevamos un año en el pueblo. Exceptuando las primeras recaídas, ya van para siete meses sin consumir, tiempo que he dedicado a la escritura de un libro sobre mis experiencias como detective de homicidios, el cual he movido por diferentes editoriales sin obtener ningún resultado. Ahora me planteo sacar la licencia de detective privado, para lo que tendría que trasladarme a Granada, algo a lo cual Elena tiene un miedo insuperable por las posibles tentaciones de la ciudad.
Elena deja el libro sobre la mesa que tiene frente a la butaca, cuando oye abrirse la puerta de entrada situada al fondo de un largo pasillo. Lucas, el yorkshire, corre a recibirme con una fiesta interminable de brincos, ladridos y movimientos agitados de su cola. Cuando entro, cierro la puerta tras de mí con un toque de talón. Avanzo empujando una carretilla llena de leña de castaño, tras saludar a Lucas acuclillándome para acariciar su lomo. Crucé el pasillo empujando el carro, mientras Lucas iba y venía corriendo de un lado a otro.
Cuando llego a la cocina-comedor, separada por una barra americana, y en cuyo lado izquierdo se encuentra Elena sentada en su butaca junto a la chimenea encendida, la saludo casi con un gruñido, ya que habíamos vuelto a discutir por el asunto de la licencia de detective privado en Granada. Cruzo la salita con el carro y, apartando una butaca, lo sitúo junto al leñero que hay a la izquierda de la chimenea. Comienzo a apilar los troncos ordenadamente, mientras el perro menea su cola junto a Elena y a mí, y ella vuelve a la lectura tras ver que no estoy de humor. Elena, de vez en cuando, alza la mirada hacia mí por encima del libro. Yo sigo apilando troncos, hasta que, cuando ya tengo la mitad apilada, finalmente rompe el silencio.
—Sé lo importante que es para ti, Dani. Pero es que tengo miedo de…..
Interrumpí sus palabras volviéndome hacia ella con el ceño funcido, pero sin dejar de apilar leña.
—Sé perfectamente lo que te pasa, que no confías en mí, y ya va siendo hora de que lo hagas. Más tarde o más temprano tendré que volver a la vida.
—Pero aún es pronto, Dani, ¿tan mal estás aquí?
—Aquí me gustaba venir de vacaciones, pero no como él fracasado que ha echado su carrera por tierra. Aquí la gente se alegra de eso, la envidia les corroe y están deseando que tengas un traspié para sentirse más aliviados.
—No tienes que pensar en eso. Piensa que has venido aquí a curarte y lo has conseguido, y que esto es solo una transición entre la vida que tenías y la que te espera. Pero creo que todavía es pronto, no podemos arriesgarnos a que recaigas otra vez.
—¡Pero es que no voy a recaer! —dije algo alterado—. ¡Es una decisión que tomé en su día, y sabes que cuando tomo una decisión voy con ella hasta el final! ¡Es algo que dejé por mí, egoístamente, por mi vida! ¡No lo hice por nadie, ni tan siquiera por ti!
A Elena se le entristece el rostro, aunque hace lo posible por disimularlo, y continúa diciendo:
—A mí no me importa por quién lo dejaras, lo importante es que tomaras la decisión y lo hicieras. Imagino que es normal que lo hicieras por ti, al fin y al cabo se trata de tu vida.
Para mí, al contrario que para Elena, Capileira era mi infierno particular, un lugar donde todos saben vida y milagros de todos, donde la gente se alegra de la desgracia ajena como forma de aliviar la suya propia, donde todo el mundo señala con el dedo al extoxicómano que he sido, en lugar de reconocer la cantidad de casos que había resuelto en mi  vida profesional, que he sido muy bien considerado a pesar de mis devaneos con la dichosa dama blanca que fue la perdición que me llevó a terminar mi brillante trayectoria como detective. Ya se acabaron para mí los tiempos de investigar homicidios, asesinatos y robos a gran escala. Ahora, todo a lo que aspiro es a convertirme en un huele braguetas, que es como se denomina en la jerga profesional a los detectives privados cuyos casos son, en gran medida, la investigación de infidelidades, mujeres que sospechan de sus maridos y maridos que sospechan de sus mujeres. Un enorme potencial como el mío degradado a lo más bajo de la escala profesional. Pero, a pesar de todo, estoy ansioso por volver a investigar, por sentir que hago algo en esta vida más que vivir de la pequeña pensión de viudedad de mi compañera, y salir de ese pozo sin fondo en el que para mí se había convertido mi pueblo natal, igual que conseguí salir del pozo de la droga y la bebida. Pequeño paraíso, gran infierno, había oído alguna vez de alguien que se refería a su pueblo, y así lo identificaba yo.
Terminé de colocar el último tronco de leña y, sin decir nada, me puse de pie, cogí la carretilla por ambos mangos y volví sobre mis pasos por el pasillo. Cuando salí y cerré la puerta. Lucas me siguió hasta la misma entrada, y se quedó sentado y gimoteando hasta que regresé.
Las cortas tardes de invierno hacen que la noche caiga temprano y la vista de las montañas nevadas se convierta en el reflejo de la salita donde estábamos poniendo los cubiertos sobre la mesa en la acostumbrábamos a cenar. Primero, un par de platos, dos vasos y un par de tenedores a la derecha de cada plato. Mientras, Elena estaba en la cocina, al otro lado de la barra americana, sacando un táper de plástico que introdujo en el microondas. Una vez puesta la mesa y al calor de la chimenea, tomé asiento mientras Elena ya venía con el táper humeante de arroz con pollo recalentado. Lo colocó en el centro de la mesa, sobre un salvamanteles, sirviendo después en cada plato.
—Ya tendríamos que haber vacunado a Lucas —comentó Elena.
—Tendremos que subir a Granada, si quieres subimos el lunes o el martes.
Lucas permanecía sentado entre nosotros, esperando recibir algo de comida, a lo que Elena no pudo negarse. Le ofreció un trocito de pollo que el perro devoró como si no hubiera comido nunca, y a pesar de tener en un rincón, junto a la chimenea, su cuenco con pienso especial para perros. Y Elena, ante mi asombro, continuó diciendo:
—De paso, podrías comenzar los trámites para tu licencia.
Mi rostro se iluminó como cuando le dan un regalo a un niño, y no pude evitar incorporarme y coger con mis manos la dulce carita de Elena, plantándole un beso en sus carnosos labios.
Durante todo el fin de semana continuó nevando, así es que lo pasamos acostados en la cama, excepto cuando me levantaba para ir a la cocina por algo de comida. Iba descalzo y casi desnudo, pasando frío una vez que salgo del dormitorio. La casa era antigua y no tenía calefacción, exceptuando la chimenea y una estufa de leña que había en la habitación y que la mantenía caldeada.  Estaba ansioso porque llegara el lunes, pero mientras tanto procuraba ser el amante perfecto para mi compañera, que tanto me había apoyado cuando mi teléfono dejó de sonar al día siguiente de que presentara mi dimisión, un teléfono que hasta entonces había sido un hervidero de llamadas.
Pasado el tiempo pertinente de burocracia, y con la licencia ya en mi poder, alquilé una pequeña oficina en el centro de la capital granadina, concretamente en plaza Nueva, junto al Tribunal Superior de Justicia. El local estaba distribuido en una recepción con varios asientos, a modo de sala de espera, una puerta a la derecha donde se encontraba el aseo, y otra al fondo que daba paso a mi despacho. Tenía que trasladarme a diario en mi Jeep Cherokee negro desde Capileira. Así lo había acordado con Elena. Una vez montada la oficina, colgué una página web ofreciendo mis servicios, además de poner algunos anuncios en prensa y radio para darme a conocer como Maelena Detectives Privados. Las primeras llamadas, como ya suponía que sería el grueso de los encargos, se referían a infidelidades , aunque también trabajaba para empresas y aseguradoras que querían saber si el empleado que había pedido una baja estaba realmente enfermo o se trataba de una estafa. Pasarían varios meses, hasta primeros de febrero, antes de recibir una llamada que cambiaría la rutina de mi línea de investigación. Sonó mi teléfono móvil, que estaba sobre la mesa, cuando me encontraba revisando fotografías y algunos documentos del caso de un empresario que creía que su joven esposa, a la que le llevaba unos veinte años, le estaba siendo infiel. Pero, para la tranquilidad de Melero, el viejo empresario, pude descubrir que se trataba de un claro caso de celos sin fundamento. Me disponía a llamarlo desde el fijo cuando el móvil daba ya cinco tonos, así es que dejé la llamada a Melero para más tarde.
—Maelena Detctives Privados, ¿dígame? Le atiende Dani Carcosa.
La voz era de una señora mayor, calculé que de unos sesenta, y se notaba muy nerviosa, preocupada por un asunto que no la dejaba dormir.
—Mi nombre, mi nombre es Gertrudis…, pero puede llamarme Gertru… Verá… es que… se trata de…
La señora Gertrudis se quedó callada durante un momento, no sabía cómo comenzar, buscaba las palabras adecuadas.
—Está bien, señora Gertrudis, tranquilícese y comience por el principio.
—Verá… se trata de mi marido. Necesito saber si tiene algo que ver con lo que ha sucedido.
—¿Y qué es lo que ha sucedido? —inquirí.
—No sé si habrá leído la prensa, se trata… se trata de la chica que han encontrado en un camión frigorífico.
Recordaba perfectamente haber leído el artículo, y también haber hecho algunas cábalas sobre el asunto, defecto profesional. Intenté disimular mi alegría y mantener una apariencia de preocupación. Yo ya estaba acostumbrado a tratar con muertos y leer lo que estos me decían, y no podía evitar alegrarme de volver a investigar un crimen.
—Sí, sí que lo he leído. Quizá prefiera que hablemos en persona. Le doy una cita, si le parece bien.
—Verá, es que me es complicado salir de casa, si pudiera venir usted…
—¿Y su marido?
—Mi marido está siempre en la oficina, no hay problema por eso, pasa mucho más tiempo en su empresa que aquí en casa.
—Está bien, si me da su dirección, me paso mañana a primera hora.
—Carretera de la Sierra s/n km 1,600.




Capítulo 2
La chica del camión frigorífico

Cuando llegué a casa de la señora Gertrudis, bajé  la ventanilla izquierda del Cherokee negro para llamar al videoportero. La finca estaba rodeada por poderosos muros de piedra, custodiados por varias cámaras de seguridad. Cuando comenzó a abrirse la enorme puerta de madera, cerré la ventanilla y atravesé la entrada circulando despacio por un camino empedrado. Mirando en derredor compruebo que se trata de un extenso terreno arbolado con la casa al final del camino. Aparqué al pie de una escalinata tras rodear una fuente de gran tamaño. Bajé del coche y subí los veinticinco escalones que llevaban a la puerta de entrada de la casa, comprobando que en un extremo había una rampa que también conducía hasta ella. Una vez arriba, toqué al timbre de din-don. Enseguida abrió una chica joven con uniforme de sirvienta.
—Pase, la señora le espera. ¿Me permite su abrigo?
—Gracias.
—Sígame.
Sin duda la calefacción estaba funcionando, ya que pude notar el calor en mi cara. Me quité el abrigo tres cuartos  y se lo entregué a la chica del servicio. Una considerable lámpara de cristales colgantes presidía la entrada sobre otra fuente parecida a la del exterior, pero bastante más reducida, en la que había peces de colores. Dos escaleras una a cada lado del recibidor, elevándose hasta unirse en la primera planta. Entre ambas escaleras había un ascensor, pero subimos por la de la derecha. Una vez arriba, la chica abrió una doble puerta corredera y entramos a lo que parecía una biblioteca cuyas dimensiones, se mi calculo, triplicarían a mi casa de Capileira. Al fondo, la señora Gertrudis giró hacia mí en su silla de ruedas, y la hizo rodar hasta acercarse lo suficiente. Como había imaginado, se trataba de una señora de unos sesenta años, de pelo blanco y elegantemente vestida.
—¿Desea algo más la señora? —preguntó la chica del servicio.
—¿Ha desayunado, señor Carcosa?
—Sí, ya desayuné, gracias.
—¿Me acepta un café?
—Claro, cómo no.
—Traiga dos descafeinados con leche, por favor, Bea.
Yo prefería café solo, pero no dije nada por no molestar demasiado.
—Tome asiento, por favor, señor Carcosa —dijo indicándome uno de los dos asientos que había frente a una mesa de oficina. Ella se situó al otro lado.
—Bueno, pues usted dirá, señora Gertrudis. Qué es lo que le preocupa.
—Solamente quiero saber la verdad.
—¿Se refiere a la chica que encontraron hace unos días en un camión frigorífico, en un área de servicio de Bailen?
—Sí, necesito saber si mi marido ha tenido algo que ver en ese espantoso crimen.
—¿Y qué le hace pensar que pueda tener algo que ver?
—Que el camión donde la encontraron pertenece a la empresa de mi marido, Transvalsa, Transportes Valverde S.A. ¿La conoce?
—Sí, de oídas. ¿Tengo entendido que es una de las empresas de transporte más importantes a nivel nacional? —afirmé, más que pregunté.
—Nacional e internacional.
—Y dígame, señora Gertrudis, ¿sabría decirme a dónde se dirigía ese camión? ¿Cuál era su destino?
—Pues, no tengo ni idea.
—¿Y qué transportaba?
—Pues, si no me equivoco… —La Señora Gertrudis dejó de hablar al ver que entraba la chica de servicio empujando un carrito con dos tazas de café descafeinado, una jarrita con leche humeante y un cuenco con terrones de azúcar. Colocó el servicio sobre la mesa y se retiró.
—Gracias Bea —dijo la señora Gertrudis esperando la chica se retirara.
Una vez segura de que volvíamos a estar solos, continuó:
—Ternera, creo que era ternera, por lo que he leído en la prensa.
—Imagino que comprenderá que tengo que entrevistarme con su marido y con algunos empleados suyos.
—Solo espero que sea discreto.
—Por supuesto, no debe preocuparse por eso. Ahora, me facilitaría mucho el trabajo si me diera los teléfonos y la dirección de la empresa de su marido.
La señora Gertrudis abrió un cajón situado a su derecha, y cogió una cajita de plástico transparente. Tras abrirla, con cierto esfuerzo, ya que parecía atascada, sacó del interior una tarjeta de visita y me la entregó. La miré y comprobé que conocía la dirección. Luego la guardé en el bolsillo de mi camisa, y a continuación me levanté.
—La mantendré informada, señora Gertrudis.
La mujer asintió con la cabeza al mismo tiempo que cerraba un instante los ojos, antes de continuar.
—Espero que le dedique el máximo de su esfuerzo a este caso.
—No le quepa la menor duda. Ahora, si me disculpa, voy a intentar entrevistarme con su marido lo antes posible.
—Claro, retírese.
Me retiré mientras la Señora Gertrudis avisaba por interfono a Bea.
—Acompañe al caballero a la salida.
—De acuerdo, señora.

De nuevo en el Cherokee, saqué un pitillo de la cajetilla que había dejado del cenicero, y, tras varios intentos infructuosos de encenderlo con mi encendedor, decidí usar el del coche. Di varias caladas al cigarrillo y me ahuequé en el asiento en el tiempo que expulsaba el humo y sacaba la tarjeta de visita para comprobar la dirección de Transvalsa. Solo entonces me erguí, arranqué el coche y me dispuse a salir de la finca.
Circulaba por la carretera de la Sierra en dirección a Granada, fumándome el pitillo, cuando decidí llamar a un amigo y excompañero de la división homicidios, el inspector Mejía, antes de entrevistarme con el señor Valverde. El inspector era un chico joven, de unos veinticinco, con toda la ambición y el amor por la justicia propios de los recién salidos de la academia. Busqué su teléfono y procedí a llamarlo con el manos libres. La guitarra de Santana, que sonaba por los altavoces, se silencio cuando comenzaron a oírse los tonos, Al quinto, atiende el teléfono.
—¿Sí?
—¿No sabes quién soy?
—¡Hola, Dani! ¿A qué debo el honor de tu llamada?
—La chica que encontraron en el camión frigorífico.
—¿Sí? ¿Qué pasa con ella?
—Yo.
—Perfecto. Oye, estará en el  Anatómico Forense, ¿no? —dije con un tono que parecía más una afirmación que una pregunta.
—Pues sí. ¿Y qué?—inquirió el inspector.
—Necesito que me lleves a verla.
—No puedo, sabes que no puedo, tú ya estas apartado de toda investigación.
—¡No me digas lo que ya sé! Yo, a cambio, te mantendré informado de todo lo que averigüe y te facilitaré la detención de los culpables.
—Qué te hace pensar que hay más de uno. Ya hay una orden de busca y captura en marcha contra el matarife del matadero que se encargó de cargar el camión, que al parecer se ha dado a la fuga y está en paradero desconocido desde que encontramos el cuerpo de la chica.
—Por lo poco que he leído en la prensa, suponiendo que el chofer no esté involucrado, alguien se tiene que haber encargado de recoger el cuerpo de la chica en el lugar de destino, enterrarlo o lo que pensaran hacer con él. Así es que, como mínimo, ya hay dos involucrados.
—¡Muy bien, detective! Siempre consigues impresionarme.
—Entonces qué, ¿hay trato?
—Nos vemos en media hora en el Anatómico Forense. Pero de esto ni una palabra a nadie, que me juego el puesto.
—No seas cenizo, también puedes conseguir un ascenso.
Di una última calada al cigarrillo, que ya casi quemaba mis dedos,  y conduje en dirección al Anatómico Forense. Una vez allí, y tras dar varias vueltas a la manzana, conseguí aparcar en una calle paralela. Cogí el paquete de tabaco y saqué otro pitillo que encendí con el encendedor del coche. Tras coger el móvil del porta, salí. Caminé por la acera con el pitillo entre los labios mientras cerraba por completo mi tres cuartos Al doblar la esquina, comprobé que el inspector Mejía ya estaba en la puerta. Tiré al suelo el cigarro, al que apenas le había dado un par de caladas y lo apagué aplastándolo con la suela de mi zapato derecho. Ya en la puerta, nos dimos un fuerte apretón de manos y comenzamos a andar hacia el interior del edificio. Recorrimos los pasillos desiertos y bajamos por la escalera hacia el sótano donde se encuentran la sala de autopsias y el mortuorio. La puerta del mortuorio se encontraba abierta. Al entrar, encedimos la luz, cuyo interruptor estaba situado en la pared de la derecha. Tras parpadear varias veces, finalmente se encendió y el inspector Mejía se dirigió con paso firme al cajón inoxidable número 36. Tiró de él hacia afuera, dejando el cuerpo sin vida de la chica al descubierto, sobre la plataforma también de inoxidable. Me situé al lado del inspector y, con un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo, comenté:
—¡Dios mío! ¡¿Qué han hecho con esta chica?!
—Aquí tienes una copia del informe del forense.
La guardé en un bolsillo de mi tres cuartos y saqué unos guantes de látex de una cajita situada sobre una mesa de instrumental. Me los coloqué y comencé a examinar y describir en voz alta los restos de la chica, grabándolo todo en un MP3.
—Tenemos el cuerpo de una chica de edad indeterminada, completamente mutilado, con cortes limpios en las muñecas, en los codos y a la altura de los hombros, que separan las tres partes. Las costillas están seccionadas una a una, y las piernas cortadas por los tobillos, rodillas e ingles. Los huesos están completamente descarnados y únicamente queda algo de carne en la cabeza, faltándole mejillas, orejas y lengua. La cabeza la tiene completamente afeitada. Dígame, inspector, ¿cree que estaba rasurada de antemano o la rasuró el asesino?
—Pues, yo diría que la rasuró el asesino, o era una enferma terminal de cáncer, ya sabe, por la quimioterapia. Es raro encontrar una chica con la cabeza afeitada si no es por algo así.
—Yo diría lo mismo. ¿Y respecto a la quemadura que se distingue en toda la cabeza, qué dice el forense? ¿Murió quemada  o murió antes de que la quemaran?
—Según el forense, murió por un corte limpio en el cuello. Después la quemaron sin que el fuego o el elemento incandescente llegara a tocar su cuerpo, y por último la hicieron pedacitos.
—O sea, que querían asarla, no querían quemarla. Lo que nos da que si la asaron entera tendría que haber sido en un horno industrial, y eso elimina que haya sido en una casa particular. Ha podido ser en un restaurante, una pizzería o algo así, salvo que quien sea tenga el capricho y el suficiente dinero para tener un horno industrial en casa y , por supuesto, una cocina enorme. Sea como fuese, se trata de alguien con el suficiente dinero como para tener un restaurante o una cocina industrial en su casa.
—O alguien que trabaja allí.
—También puede ser, ¿un cocinero, tal vez?
—Tal vez.
—Según la dirección de los cortes en la cara, orejas, lengua y mejillas, se trata de una persona zurda que se situó a la derecha del cuerpo, cogió la lengua con la mano derecha y cortó con la izquierda de izquierda a derecha. También cogió su oreja izquierda con su mano derecha y cortó de abajo arriba, lo mismo que con la oreja. Los carrillos, probablemente, los pinchó con un elemento punzante y cortó ambos de arriba abajo con el cuchillo en su mano izquierda.
—Entonces tenemos que fue en un restaurante o una gran casa con una gran cocina. Según el forense, murió hace setenta y dos horas, aunque la quemaron… —comenzó a decir Mejía.
—La asaron —aclaré.
—Está bien, la asaron hace cuarenta y ocho horas. Murió por un corte limpio en el cuello, y tuvo que hacerlo alguien zurdo y con el suficiente dinero como para tener un restaurante o una cocina industrial en casa, o alguien…
—Ahora que lo pienso, yo me inclinaría por una cocina industrial en casa. Quien quiera que sea el asesino, necesitaría cierta intimidad para llevar a cabo todo este trabajo.
—¿Pero por qué tomarse tantas molestias y después dejar los restos en un camión frigorífico, metidos en una caja y en bolsas de basura, en lugar de enterrarlos?
—Mira su papada, la eligieron por tener unos kilitos de más. Por siniestro que parezca, está claro que querían comérsela, y es probable que quien fuera tenga aún restos en su nevera. Y lo de dejarla en un camión frigorífico, no me cuadra, salvo que quien sea tenga un contacto en el lugar de destino, o sea, el mismo camionero, que se encargaría de enterrarla muy lejos de aquí, probablemente en el extranjero.
—Entonces, el móvil no sería sexual —afirmó el inspector.
—Pues, yo diría que no, salvo que primero la violaran y luego la asaran y después se la comieran. Y no necesariamente en ese orden. ¿Cómo fue encontrado el cuerpo?
—Dos agentes de patrulla vieron una de las puertas del frigorífico abiertas y un individuo que bajaba del camión con una pieza de vacuno a la espalda. Lo detuvieron, aunque no dieron con el chofer. Al principio, el individuo no dijo nada, pero luego, en comisaría, aseguró que en ese camión había un cuerpo descuartizado. Cuando otra patrulla se dirigió al área de servicio, el camión ya no estaba, pero lo detuvieron a pocos kilómetros de allí. El chofer aseguró que él no sabía nada de la chica.
—Al estar en un camión frigorífico, debería tener cierto grado de congelación, y así sabríamos qué tiempo pasó en el camión. ¿Lo ha determinado el forense?
—Cinco horas, dice que desde que comenzó a enfriarse el cuerpo hasta que la sacamos de allí medio congelada pasaron cinco horas.
—Ajá, ¿y cuál era el destino del camión?
—Rusia.
—Pues no se puede decir que llegara muy lejos. ¿El camión está incautado?
—Sí, sigue en el depósito.
—Pues, me gustaría echarle un vistazo. También me gustaría ir al matadero donde cargaron la carne y al domicilio del matarife que se encuentra en busca y captura. Otra pregunta. ¿Nadie ha reclamado el cuerpo ni denunciado la desaparición?
—Pues no, de momento no.
—Habría que saber quién es la chica. Quiénes son sus amigos, en qué ambiente se movía, dónde trabajaba, relación con la familia, dónde vivía, relación con los vecinos, a qué dedicaba su tiempo. Tiene varios empastes, lo que quiere decir que debe tener un historial clínico dental. Debes pedir que hagan un informe bucodental exhaustivo y después hay que barrer todas las clínicas dentales de la capital y, si es necesario, de la provincia o el país.
—Lo pediré a lo largo de la mañana. Ahora, si te parece, salgamos de aquí antes de que venga alguien. Vamos al depósito.
El inspector Mejía volvió a cerrar el cajón número 36 mientras yo guardaba mi MP3, me quitaba los guantes y los tiraba a una papelera cercana. Salimos del mortuorio tras apagar las luces.
Ya en la calle, saqué un pitillo y tras ponerlo entre los labios eché mano de mi encendedor. A pesar de que recordé que no funcionaba, intenté encenderlo, sin éxito.
—¿Tienes fuego? —pregunté al inspector Mejía.
—Pues no, sabes que no fumo.
—Pues deberías llevar, aunque solo sea para dar a quien lo necesite.
—Claro —Comentó el inspector sin prestarme mucha atención.
Pude percibir el desgano con el que el Mejía contestaba, así es que callé mordiendo el pitillo con los incisivos hasta subirnos al coche. El silencio que ambos manteníamos era causado por el pensamiento que compartíamos en este momento: si no fuera por lo que fue, yo no habría echado mi carrera a perder.
Pasamos media mañana en el mortuorio. Eran ya las 12:00 a. m. cuando llegamos al depósito donde el camión estaba requisado hasta efectuarle las pruebas pertinentes. Aparcamos en la misma puerta. Bajamos del Cherokee, entramos y saludamos al policía de la garita.
—Buen servicio, soy el inspector Mejía. Vamos a echar un vistazo al camión —Anunció mientras se identificaba.
—Claro, cómo no —Entonces se dirige a mí—: Oiga, aquí no se puede fumar.
—Está bien, ya lo apago. Eres el rey de la garita ¿eh? Y tu reino es la silla donde te sientas ¿no? Ya veo, aquí mandas tú —le dije irónicamente.
El guardia no hizo caso de mis incisivas palabras y los dos nos dirigimos al camión. Mejía abrió una de las puertas del frigorífico.
—¿Es que está arrancado? —pregunté.
—No, es el frigorífico lo que está en marcha.
—¿Han sacado ya todas las huellas?
—Sí, podemos pasar tranquilos.
Saltamos al camión, primero el inspector y luego yo. Observé la puerta forzada. Caminamos entre las piezas de vacuno colgadas del techo con ganchos, hasta llegar al fondo del frigorífico, donde habían encontrado los restos de la chica.
—¡Joder, qué frío! —dije.
—Y qué te esperabas, es un frigorífico. Aquí estaban los restos de la chica —dijo señalando una caja de madera abierta en el rincón derecho del fondo.
—¿Metidos en la caja?
—Sí, el chico que la encontró dijo que pensaba que sería algún tipo de vino, y cuando abrió la caja se llevó la sorpresa de su vida.
—¿La puerta del camión estaba forzada antes de que llegara el ratero?
—No, asegura que la forzó él.
—Lo que quiere decir que solo pudo haber dejado la caja alguien que tuviera las llaves, o alguien que aprovechó mientras estaban cargando la carne.
—Así es.
—¿Habéis sacado huellas de la caja?
—Claro, y solo se han encontrado huellas del chico.
—¿Del ratero quieres decir?
—Sí.
—Pues, una de dos, o el ratero puso la caja, o quien sea utilizó guantes, y en ese caso no encontrareis huellas en ningún sitio. Pero cuando una persona permanece en un determinado lugar, al retirarse deja en ese recinto indicios materiales de su permanencia, y se lleva consigo indicios del lugar.
—Teorema de intercambio —agrega el inspector.
—Efectivamente, ya veo que has estudiado. Aquí tiene que haber algo que haya dejado quien puso la caja.
—A parte de las huellas de pisadas sobre la nieve, no hemos encontrado nada más.
Me acuclillé para revisar las pisadas.
—¿Y cuántas clases de pisadas se han encontrado?
—Tres, unas son las del chico. Bueno, el ratero, que llegan hasta la caja. Otras las del chofer, que también llegan hasta la caja, y otras que suponemos que son del matarife que cargó el camión, que son de las que más hay, y también llegan hasta la caja.
—Y el matarife ha huido, está claro que eso lo convierte en el principal sospechoso. Y esto echaría por tierra la hipótesis del hombre adinerado. Pero ¿dónde la cocinaron entonces? ¿Por trozos en un horno convencional?
—El forense asegura que la asaron entera y después la trocearon.
—¿Y cómo iba el matarife, un hombre que probablemente viva en un suburbio, a disponer de un horno industrial? Quizá trabaje para alguien que disponga de ese horno… Un momento Mejía, aquí hay algo. Dame unas pinzas y una bolsa de pruebas.
El inspector me dio lo que le solicité y con las pinzas cogí restos de una planta aplastada en una de las huellas, presumiblemente del matarife. Una vez que le di la bolsita al inspector, me dispuse a analizar la caja, comprobando que había algo que probablemente no significara nada, pero cuando no teníamos nada, había que comprobarlo todo. Se trataba de un pequeño y apenas perceptible dibujo, el cual fotografié con mi iPhone. Al ampliar la imagen, comprobé que se trataba del sello de un búho en posición de ataque, encerrado en un triángulo.










Capítulo 3
El matarife
Llegó a Granada hará un par de años, con una mano atrás,  otra adelante y cincuenta euros en el bolsillo, pero con toda una vida de experiencia como matarife en Langreo, su pueblo natal. Con sus cincuenta años, llevaba desde los dieciséis matando reses, desde que nació en un matadero, que fue donde su madre lo trajo al mundo. Ordoño, que así lo bautizó la madre, rompió a llorar entre berridos de vacas, cerdos y ovejas . Hijo del también llamado Ordoño, su padre era el matarife y el encargado de la finca donde vivía la familia. Nadie sabe por qué dejó su pueblo, su casa y el trabajo de toda una vida para trasladarse a Granada, pero lo cierto es que ahora también había dejado la capital granadina y todo el mundo rumiaba un por qué. Cuando llegué al matadero, eran las cinco de la tarde. Las reses caminaban del camión de ganado a sus respectivos martirios. Busqué la oficina donde probablemente encontraría al director gerente. Vi una escalera, y tras subir los empinados escalones metálicos, traspasé la puerta acristalada y encontré, tras de una mesa, a una chica joven que sin duda sería la secretaria. Entonces, me dirigí a ella de forma deferente:

—¿Podía hablar con el Gerente?
—¿De parte de quién? —preguntó ella.
—Dígale que el detective Dani Carcosa quiere hablar con él en relación a Ordoño.
La chica, cuya extremada delgadez simulaba la de un galgo, facciones finas de afilada nariz y pequeños ojos, descolgó el teléfono con sus largos y finos dedos. Tras marcar el cero, consiguió hablar con su jefe.
—El detective Dani Carcosa desea hablar con usted referente a Ordoño.
El agudo y entrenado oído del que disponía me permitió oír lo que su jefe le contestaba:
—¡Ya he hablado con la policía todo lo que tenía que hablar, yo no sé qué coño más quieren, se ha marchado y punto! —dijo muy enojado y colgó bruscamente el teléfono.
—Lo siento, pero está muy ocupado.
—¿Sabe si tiene alguna hija? —dije a la secretaria.
—Pues sí, tiene dos.
—¿Cómo se llama su jefe?
—Sebastián —contestó lacónica.
Sin pensarlo dos veces, me dirigí a abrir la puerta que separa al jefe de su secretaria que, asombrada, no hizo nada por impedirlo. Al entrar pude comprobar que Sebastián estaba escribiendo con la mano izquierda.
—Señor Sebastián, ¿qué le parecería si en ese camión hubiera aparecido alguna de sus preciosas hijas? —le increpé desde la puerta.
—¡¿Pero qué más quieren que les diga?! ¡Era un tipo raro! ¡No hablaba con nadie! ¡En los dos años que ha estado aquí, ni una sola vez se ha comido el bocadillo con sus compañeros! ¡Lo hacía solo, en un rincón! ¡Con esa extraña mirada! ¡Y para colmo, me ha dejado tirado de un día para otro! ¡¿Qué más quiere que le diga?! —Los ojos le centelleaban de furia.
—Pues, por ejemplo, ¿cree usted que era una persona responsable?
—¿Responsable? Pues me parece que ya ha demostrado que no. No se puede dejar un trabajo así, de un día para otro —dijo más sosegadamente.
—¿Alguna vez ha faltado a su puesto sin comunicarlo de antemano o ha llegado tarde?
—No, nunca ha faltado a su puesto, y tampoco ha llegado tarde, al contrario, siempre estaba aquí diez minutos antes.
—En cambio dice que no era una persona responsable.
—¡¿A dónde quiere ir a parar?! ¡Está claro que si alguna vez lo fue, dejó de serlo en el momento en que dejó su trabajo sin avisar!
—¿En su caso, usted habría avisado? ¿O seguiría viniendo al trabajo para no levantar sospechas?
—¡¿Cómo que en mi caso?! ¡¿Qué quiere decir con eso?! ¡Márchese de aquí ahora mismo! —Le volvieron a centellear los ojos.
—Perdone, no pretendía ofenderle. Una última pregunta. ¿Cree usted que hacía bien su trabajo?
—Probablemente era el mejor. Con él los animales casi no sufrían, casi que ni chillaban, no les daba tiempo.
—¿Y con respecto a las chicas? ¿Cómo era su relación con ellas?
—¡Y yo qué coño sé, aquí no hay chicas, aparte de mi secretaria! ¡Pregúntele a ella!
—Lo haré. Muchas gracias por todo. Si tuviera alguna pregunta más, volveré por aquí. ¡Ah! Sí, algo más. ¿Le gusta a usted cocinar?
—¿Cocinar? ¿A mí? ¿Y a qué viene eso? En mi casa la que cocina es mi mujer. Ahora, si no le importa, tengo mucho trabajo —dijo señalándome la puerta.
—Perdone, otra pregunta. ¿Sabría decirme si Ordoño era zurdo o diestro?
—Pues, no tengo ni idea. Ahora, si no le importa—Volvió a señalar la puerta.

Sabía ocultar muy bien la verdad del asunto, pensé, o realmente no sabía más de lo que contaba. Tuve la sensación de que realmente no sabía que a la chica la habían cocinado. Al parecer, solo conocía lo que había salido en la prensa, y ese detalle no se publicó en ningún medio. Pero era zurdo, y eso ya lo convertía en potencial sospechoso. Así es que salí con cara de circunstancia y me dirigí a la secretaria cambiando el gesto:

—¿Podría hacerle un par de preguntas?
—Claro, cómo no.
—¿Cómo definiría a Ordoño?
—Como un hombre de pocas palabras.
—¿Alguna vez tuvo ocasión de hablar con él?
—Solo cuando venía a firmar la nómina a primeros de mes. Yo intentaba arrancarle alguna palabra o una sonrisa, para hacer el trabajo más llevadero, como hago con todos, pero él era diferente.
—Era un tipo raro, ¿no?
—No sé, supongo que sí, no hablaba con nadie. Bueno, una vez alguien me dijo que hablaba con los animales.
Sonreí.
—¿Con los animales? ¿Y qué podía hablar con los animales?
—Bueno, en realidad lo que me dijo es que los tranquilizaba antes de matarlos, y parece ser que lo conseguía. Los animales morían tranquilos, por lo visto.
—Ha dicho antes que venía a firmar la nómina, ¿pudo fijarse si era zurdo?
—No, firmaba con la derecha, estoy segura porque tenía tatuado un sol en la mano, y era en la derecha, seguro. Entre los dedos índice y anular. Y tenía otro igual tras el lóbulo de la oreja izquierda.
—¿Otro sol?
—No. Igual de tamaño quiero decir. Tras la oreja izquierda lo que tenía era una luna. Pequeñita también.
—Ajá. Y podría decirme quién le dijo lo de que hablaba con los animales.
—Sí, fue Carlos, puede encontrarlo abajo.
—De acuerdo, muchas gracias por todo.

Salí de allí con cierta idea en la cabeza y un posible sospechoso, porque si verdaderamente Ordoño no era zurdo, probablemente el no había matado a la chica. Pero, entonces, ¿por qué había desaparecido sin dejar ni rastro? ¿Por qué se había marchado? ¿Quizás sabía algo y no quería dar lugar a que le preguntaran? ¿Es posible que, aunque él no la matara, sí colocara la caja en el camión? ¿Sabría lo que había dentro? ¿Sabría quién estaba detrás de todo esto? Esperaba que mis dudas se aclararan tras hablar con sus compañeros. Bajé la empinada escalera para buscar a Carlos y me dirigí al primer empleado que vi.

—Perdone, ¿Carlos?
—No, es aquel del fondo, el que está con la vaca canela —Dijo extendiendo el brazo.
—Ajá, bueno, quizás tú también puedas ayudarme. Soy el detective Dani Carcosa. ¿Te importaría responder a unas preguntas?
—Claro, usted dirá. Es referente a Ordoño, imagino.
—Pues sí. ¿Alguna vez tuvo ocasión de hablar con él?
—Poca cosa, hola, adiós y poco más. Él venía, hacía su trabajo y se iba.
Observé que el chico llevaba puestos unos guantes.
—¿Siempre usáis guantes? ¿Todos?
—Sí, son las normas.
—¿Cuando cargáis un camión también?
—Sí, para no tener contacto con la carne.
—Ajá. ¿Crees que Ordoño ocultaba algo, quizás de su pasado en Asturias?
—Pues, no sé… puede ser… Aquí se comentan cosas, pero todo después de su marcha sin dar explicaciones.
—¿Cosas? ¿Cómo qué cosas?
—Como que mató a su familia y se comió a su hermana pequeña cuando él tenía dieciséis años. No sé, burradas, pero que al marcharse de esta manera crean cierta credibilidad —Se encogió de hombros.
—¿Y de dónde ha salido ese comentario? No sabía que tuviera una hermana pequeña.
—Aquí nadie lo sabía, hasta que Carlos estuvo de vacaciones en Asturias, y por lo visto fue a su pueblo, aunque no comentó nada hasta que Ordoño se marchó.
—Ajá, parece que voy a tener que hablar con ese tal Carlos. Muchas gracias por todo.
—De nada.
El chico siguió a lo suyo mientras yo caminaba hasta el fondo de la nave en busca de Carlos, que se encontraba en cuclillas, al parecer revisando una de las pezuñas de  la ternera.
—¿Carlos?
—Sí, soy yo, ya he visto que hablaba con mis compañeros, se trata de Ordoño, ¿no? —comentó sin quitar la vista de la pezuña.
—Pues sí, quería hablar sobre Ordoño, hay un par de cosas que quizás puedas aclararme.
—¿Es usted policía? —me preguntó alzando la mirada.
—No exactamente, soy detective privado.
—Pues, usted dirá, detective —dijo volviendo a fijar la vista en la pezuña de una de las patas traseras de la pequeña vaca.
—Sin menospreciar vuestro trabajo, no parece ser muy agradable, ¿no, Carlos?
—Pues no, la verdad sea dicha.
—Al menos estará bien pagado, ¿no? ¿Cuánto venís cobrando?
—Sobre mil doscientos. Cuando hay horas, sobre mil cuatrocientos, pero no creo que haya venido a hablar de mi sueldo. —Volvió a alzar la vista hacia mí.
—Pues no, claro que no, pareces un chico muy observador. —Intenté utilizar la vanidad para hacer que se soltara de la lengua—. ¿Qué podrías decirme de Ordoño que tú hayas observado?
—Pues, poca cosa, aparte de que era más raro que un perro verde. Yo al principio intenté acercarme a él, pero fue inútil. Solo conseguía desaires. Por lo visto, a él no le gustaba la gente, prefería estar solo, así que opté por no acercarme a él más que lo imprescindible.
—¿Crees que es una persona violenta? ¿Agresiva?
—No, sus desaires eran más bien como de no prestarte atención cuando le hablabas, como si estuviera por encima de lo que tuvieras que decirle.
—Era una persona engreída, entonces.
—Yo más bien creo que intentaba disimular algún tipo de complejo. Por eso ese aire de superioridad fingida. —Carlos se ha atrevido a dar una teoría psicológica respecto al comportamiento de Ordoño, pensé.
—¿Crees que tenía algún tipo de habilidad especial para con los animales?
—Para con las personas, desde luego que no.
—Ajá. Esto es importante, ¿te fijaste alguna vez si era zurdo?
—Pues, ahora que lo dice, cuando tenía que matar a un animal, siempre se ponía por el lado contrario, lo que me da que pensar que usaba la mano izquierda. Sí, estoy seguro. Pero el caso es que cuando tenía que coger algo, cualquier cosa, lo hacía con la derecha, de eso también estoy seguro.
—¿Y cómo está tan seguro?
—Porque cuando tenía que firmar un albarán de llegada, se quitaba el guante derecho para coger el bolígrafo, y precisamente en esa mano tenía un tatuaje.
—Ajá. Y en esos acercamientos, alguna vez hablasteis de chicas.
—Bueno, una vez, para romper el hielo, le pregunté que qué le parecía Yolanda, la secretaria, y se limitó a decir muy flaca.
—O sea que es posible que le gustaran más rellenitas.
—Pues, no sé, supongo, es posible.
—Está bien, Carlos, muchas gracias por todo. Bueno, una cosa más, ¿crees que Ordoño disfrutaba con su trabajo?
—Pues, no sabría decirle, su rostro era inexpresivo y esto, aunque no te guste, al final te termina inmunizando.

Me marché de allí sin preguntarle por los comentarios de la familia de Ordoño, porque era algo que podía averiguar por mi cuenta a través de fuentes más seguras, como la policía de Langreo. Saqué en claro que Ordoño no era zurdo, pero que, al parecer, el cuchillo sí que lo usaba con la izquierda, además de que era una persona poco sociable, inexpresiva, y que Carlos hablaba demasiado, ya que la secretaria me había comentado que Ordoño tenía cierta facilidad con los animales, y a mí no me contestó una pregunta directa referida a esa habilidad.

Ya había oscurecido, así es que me apresuré a coger el Cherokee para volver como cada noche a Capileira, al calor del crepitante fuego de mi chimenea y de mi compañera, para lo cual tenía que recorrer un trayecto de media hora de autovía y otro tanto de serpenteantes montañas con carreteras secundarias. Normalmente, el camino se me hacía más ameno escuchando la guitarra de Santana y fumándome algún cigarrillo, pero en esta ocasión prefería tener los cinco sentidos en las preguntas sin resolver del inquietante caso que tenía entre manos, y que me había llegado de la mano de la Señora Gertrudis. Por cierto, tenía que acordar una tarifa, ya que de eso no habíamos hablado. Tendría que dejar otros casos para dedicarme de lleno a este, aunque imaginé que el dinero para ella no sería un problema, o al menos no tanto como el hecho de saber si su marido tenía algo que ver con esa extraña muerte.

Ya en casa, Lucas salió a recibirme con el mismo entusiasmo de siempre, y Elena tenía la chimenea encendida y la cena puesta en la mesa: pisto de verduras. Intenté estar conversador, pero mi cabeza no paraba de pensar, y desde luego, que si de algo no quería hablarle a Elena era de lo que tenía entre manos.

—¿Saliste a caminar esta mañana? —Le pregunté.
—Sí, como siempre. Y tú, ¿qué tal? ¿Cómo has echado el día?
—Como siempre, al servicio de maridos celosos y empresas no menos celosas —dije con la mirada clavada en el plato.
—Por cierto, se me olvidaba decirte que hace un rato llamó Mejía. Hace tiempo que no hablabais ¿no?
—Sí, hace tiempo. ¿Y qué quería? —Alcé la vista hacia Elena.
—Pues, no lo dijo. Que lo llamaras.
—¿Y cómo no me ha llamado al móvil? —dije entre lenguas.
—¿Cómo dices? —inquirió Elena que no pudo oír lo que decía.
—Nada, que voy a llamarlo —le contesté con una media sonrisa conforme me levantaba.
—¿Y no puedes esperar a terminar de cenar? —me reprochó frunciendo el ceño y los labios al tiempo que tiraba sobre la mesa la servilleta arrugada.
Hice oídos sordos y me dirigí a la habitación para evitar que Elena oyera nada referente al caso de la chica asada y mutilada. Busqué el número del inspector en la agenda del móvil y pulsé el botón de llamada.
—¿Sí?
—¿Qué hay, Mejía, qué querías?
—¿A que no te imaginas qué ha encontrado el forense alojado en los orificios nasales de la chica?
—¿Qué?
—Comino, ha encontrado comino. Está claro que quien sea la ha cocinado para comérsela.
—Ajá. —No me sorprendió en absoluto—. Mira, necesito que llames al departamento de policía de Langreo, en Asturias, y averigües todo lo que sepan sobre Ordoño y su familia.
—Está bien, lo haré mañana a primera hora.
—Y quiero que me lleves después al piso de Ordoño, a ver qué encontramos.
—De acuerdo, aunque ya miramos y no hemos visto nada raro.
—De todas formas, me gustaría ir.
—Claro, cómo no. Ah, se me olvidaba, ya encargué el informe de la dentadura de la chica, estará mañana.
—Pues, en cuanto esté, ordenas que empiecen por el centro y que vayan ampliando la búsqueda en círculos concéntricos hasta dar con la clínica que tenga su historial.
Al inspector Mejía no le costaba nada obedecer mis órdenes, ya que no solo tenía más experiencia que él, sino que además yo había sido su mentor, y confiaba en que mi colaboración le ayudaría a resolver el caso con cierta facilidad.
—Quedamos en Puerta de Elvira, si le parece bien, para ir a la casa de Ordoño.
—¿Es que vive por allí?
—En un piso del viejo Albaicín.
—¿A las nueve está bien?
—De acuerdo, a las nueve.

Nos despedimos y volví para continuar con la cena, y por supuesto que Elena preguntó que qué quería, por lo que tuve que inventar una excusa absurda como que el inspector quería invitarme a su despedida de solteros, ya que sabía que se casaba en unos meses. Elena quedó conforme y yo sonreí.
A las ocho de la mañana del día siguiente, Elena salió a caminar con su perro Lucas mientras yo me metía en mi coche. Encendí un pitillo con el encendedor del vehículo, ya que había olvidado conseguir otro mechero. Volvía a circular por la serpenteante carretera esta vez, sí, escuchando a Santana. En casa nos habíamos quedado sin café, así es que decidí parar en la primera Estación de Servicio que encontré para tomar uno de esos cafés de máquina, a sabiendas de que me arriesgaba a que tuviera un efecto laxante. Tomé el café en el interior del coche y ya el primer sorbo me supo a rayos, pero al menos la cafeína conseguiría que mis ojos no se cerraran. Una vez cerca de calle de Elvira, aparqué el Cherokee, con cierta dificultad, unas calles antes de llegar a Puerta Elvira, hasta donde me dirigí caminando después de encender otro pitillo con el mechero del coche. A lo lejos vi la mano alzada del inspector y me acerqué a él dando pequeñas caladas al pitillo y tosiendo varias veces antes de llegar.

—A ver cuándo dejamos el tabaco —Dijo el Inspector cuando ya me tenía casi encima.
—Es el único vicio que me queda para sentirme vivo.
Era la respuesta que siempre daba cuando me decían algo similar.
Atravesamos la Puerta de Elvira y comenzamos a caminar por la milenaria calle Elvira, entre la variedad de gentes que por allí vive o pasa, y que salían y entraban de sus estrechos callejones. A medida de que nos aproximábamos a la calle de Ordoño, el inspector me comentaba lo que consiguió averiguar de este y su familia.
—Según los archivos de la policía de Langreo, Ordoño se crió en el senode una familia desestructurada. Cuando cumplió los dieciséis, su hermana de cinco que desapareció sin más, y no se ha vuelto a saber de ella. Sus padres, que ya antes de la desafortunada pérdida eran asiduos bebedores, se volcaron de lleno en la bebida y una mañana aparecieron, los dos, colgados por la nuca de los mismos ganchos de colgar reses, abiertos en canal y con las tripas colgando hasta el suelo. Todo indicaba que había sido cosa de Ordoño, ya que era el único que pasaba las noches con ellos y, según la investigación, nadie entró en el matadero esa noche, pero el Juez desestimó el caso atendiendo a la apelación de la defensa, que decía que Ordoño, un chico por entonces muy canijo, no pudo mover el solo a sus padres, ambos con serios problemas de obesidad. Fue entonces cuando el encargado del matadero lo contrató, a sabiendas de que conocía bien el oficio y podía sustituir a su padre perfectamente. Le dejó la casa donde antes vivía con su familia.

—Tremenda historia la de Ordoño, ¿crees que sería él? ¿No te han dado una opinión personal?
—Pues, no sé, el sargento que me atendió no se atrevió a mojarse, aunque sí me dijo que en el pueblo había muchas teorías al respecto.
—¿Crees que sería ese el motivo por el que decidió trasladarse?
—Seguramente, eso debe de haberle marcado para siempre, y es probable que no aguantara más la presión y decidiera cambiar de aires.
—Puede ser —Contesté lacónico.

Repleta de teterías y de pequeños comercios, la empinada calle de Ordoño estaba situada al final de Elvira, a la izquierda. Subimos la calle en silencio, inmersos cada uno en nuestros pensamientos respecto a Ordoño y su particular historia, hasta que llegamos al portal situado entre una tienda de souvenir y una tetería. Una vez allí, el inspector abrió la puerta con la llave que previamente le facilitó la agencia inmobiliaria que le alquiló el piso a Ordoño, y subimos por la estrecha escalera pintada de blanco, igual que las paredes, hasta llegar al segundo izquierda. Girando dos veces la otra llave, abrimos la puerta. Ya dentro del pequeño y austero piso, atravesamos la salita, en la cual había una mesa camilla, un par de sillones y algunas sillas de anea, además de un viejo televisor, hasta llegar a la cocina, que se trataba de un espacio reducido en el que abundaban las cucarachas, incluso dentro de la nevera. Al abrirla comprobé que solo había restos de latas de conserva y ningún producto fresco. La cerré y comencé a registrar las estanterías, donde encontré más de lo mismo: cucarachas, latas de conserva y sobres precocinados. Los platos sucios se acumulaban en el fregadero, y el cubo de la basura rebosaba de latas vacías. Volvimos a la salita donde tampoco encontramos nada particular. Nos metimos en el baño y abrimos la pequeña taquilla que colgaba junto al espejo, y encontramos botes de insulina, una jeringuilla y un inhalador para el asma, además de una caja de aspirinas, un cepillo de dientes, un tubo de dentífrico, cuchillas y espuma para afeitar. El dormitorio estaba en la puerta contigua. Lo primero que hice fue abrir las puertas del armario. Había mucha ropa colgada y sorprendentemente ordenada. A continuación abrí los cajones de la mesita de noche, donde encontré abundante ropa interior y una libreta bancaria bajo un puñado de camisetas y junto a un sobre con cuatrocientos euros. Abrí la libreta y comprobé que apenas tenía mil euros ahorrados, algo que llamó mi atención. Saqué un cigarrillo que no pude encender, pero que manejaba apagado entre los labios.
—¿Cómo es posible que alguien con un sueldo respetable, sin familia, sin apenas gastos, aparte de lo poco que le cueste este cuchitril, que parece ser que no fuma, puesto que no hemos encontrado ningún cenicero, que tampoco bebe porque no tiene ni una cerveza en la nevera, no sé, alguien que yo diría que es el típico que se cree que se va a llevar el dinero a la tumba, tenga tan poco dinero ahorrado? ¿En qué lo gasta ?
Al dar un paso atrás para volverme hacia Mejía, pisé una baldosa suelta y me acuclillé para levantarla. Lo hice con suma facilidad y, sorprendéntemente, bajo la misma había un hueco de unos veinte centímetros por quince, y un sobre blanco en su interior. Cogí el sobre, lo abrí, y descubrí una importante suma de dinero. Lo conté y eran, exactamente, treinta mil euros en billetes de quinientos. El sobre estaba precintado con un sello que al volver a cerrarlo y unir sus partes se formaba la misma figura del búho encerrado en un triangulo que encontramos en la caja donde apareció la chica. No dije nada del sello al inspector. Quería guardarme un as en la manga.
—¿No es extraño que guarde el dinero bajo una baldosa en lugar de hacerlo en su cuenta bancaria? —preguntó Mejía.
—Lo extraño es que no se llevara este dinero, que yo diría que no es fruto de los ahorros de su trabajo. El caso es que si se ha marchado, lo ha hecho sin nada. No se ha llevado ropa, ni su libreta de ahorro y, lo que es más importante, su inhalador y las inyecciones de insulina, además de estos treinta mil euros.
—Es posible que con la prisa de marcharse, teniendo una tarjeta de crédito en la cartera, no le hiciera falta nada más.
—Es posible, pero tampoco se puede decir que esté tan sobrado de dinero en su cuenta como para comprar ropa nueva, medicamentos, y todo lo que le haga falta. De todas formas, si ha usado su tarjeta lo vamos a comprobar pronto. —Cogí la libreta y la guardé en un bolsillo de mi tres cuartos—. Ahora vamos a hablar con el vecino de al lado.
Toqué el timbre del segundo derecha, pero no funciona, así es que golpeé la puerta con los nudillos. Abrió un chico joven, de unos veintitantos y aspecto de hippy, entre una espesa humareda de mariguana, ante la que sonreí recordando mis viejos tiempos. Al inspector Mejía lo echó para atrás. Este iba a presentarse, pero lo interrumpí.
—Somos el inspec…
—Somos amigos de Ordoño, su vecino. Hace unos días que no sabemos de él, no nos abre la puerta y estamos preocupados…
—No imaginaba que ese tipo tuviera amigos —interrumpió el hippy.
—El caso es que nos preguntábamos si en estos últimos días has visto a alguien extraño por aquí, alguien que no acostumbrara a venir.
—Más bien he dejado de ver a alguien.
—¿A Ordoño?
—Sí, bueno, también, pero me refería a la puta que venía todos los sábados por la noche. Nos solíamos cruzar aquí en el rellano, y ya va para dos semanas que no viene.
—¿Y no puede ser que simplemente no os hayáis cruzado? —inquirió el inspector.
—Ya, pero es que tampoco oigo sus exagerados gemidos y los golpes contra la pared, que se oían todos los sábados a las diez y media de la noche. Lucía, la llamaba entre gritos.
—Ajá, y no ha visto nada más que te resultara extraño, aparte de eso —pregunté.
—Pues, no. Ahora, si no les importa, tengo que seguir estudiando —Dijo con una media sonrisa y comenzó a cerrar la puerta.
—Solo una pregunta más —dije impidiendo que terminara de cerrar con la palma de mi derecha—. ¿Cómo definirías a Ordoño?
—Ustedes no son sus amigos, ese tipo no creo que tuviera amigos, y no creo que le preocupe a nadie —Terminó cerrándonos la puerta en las narices.
—Bueno, parece que ha sido bastante claro —comenté al Inspector.
—Sí, y ya sabes en qué se gastaba el dinero. ¿Crees que deberíamos hablar con esa chica?
—¿Con la puta?
—Sí, claro, es posible que sea la única que sepa algo. No es de extrañar que se abriera a ella.
—Pues, sí, es posible. Deberías ordenar que rastreen su móvil, y ver a quién llamaba, sobre todo los sábados por la noche.
—Ya está rastreado, solo tengo que llamar a la oficina y que me den la información.
De nuevo en la calle, bajamos hasta la Gran Vía de Colón, y desde allí nos dirigimos a la entidad bancaria donde Ordoño depositaba sus ahorros. Entretanto, el inspector llamó a su oficina para que le dieran la información de los teléfonos a los que solía llamar Ordoño. Una vez en el banco, entré solo, con la libreta en la mano, abierta por la última página rellena. Se la entregué al cajero para que la actualizara, a lo cual accedió sin pedirme ningún tipo de identificación. Tardé poco en volver a salir ya que no había nadie en la oficina bancaria excepto los empleados. Miré los últimos movimientos.
—Le han ingresado lo que le correspondía por las tres semanas que trabajó en enero, y ha utilizado tres veces la tarjeta desde que se marchó. La última vez el jueves, hace un par de días. Nos haría falta la colaboración del banco para saber dónde usó la tarjeta por última vez.
—De eso me encargo yo —Se ofreció el inspector.
—¿Has conseguido los números a los que solía llamar?
—Todas las llamadas son al mismo número, y siempre los sábados sobre las diez de la noche.
—Parece que el hippy no mentía. Dame el número. De la puta me encargo yo, tú encárgate del banco.
Comencé a marcar el número mientras el inspector Mejía entraba en la sucursal.